martes, 30 de noviembre de 2010

Las causas Internas

Durante tres siglos, el mundo novohispano engendró fracturas irreparables: los criollos -a pesar de la sangre española que corría por sus venas- estaban condenados a permanecer en la misma situación de desventaja ante los peninsulares. Sus vidas, desde el momento de su nacimiento en el Nuevo Mundo, quedaban condenadas a sólo avanzar hasta un determinado punto: la frontera que los separaba de los peninsulares, misma que tras las reformas borbónicas se convirtió en un muro infranqueable.

Evidentemente, no estaban dispuestos a continuar soportando la situación: ellos eran ilustrados, contribuían con su esfuerzo a la creación de riqueza y tenían la certeza de que Nueva España debería estar bajo su control. El sueño de crear una distancia con la Corona y los peninsulares -al igual que el de la posible independencia- comenzó a anidarse dentro de ellos. Así, el descontento de los criollos se convirtió en un sentimiento de humillación y, al comenzar el siglo XIX, la fractura entre criollos y peninsulares ya era irreparable.

Mujer criolla     La situación de los indígenas era peor que la de los criollos: durante trescientos años ellos no sólo habían padecido la guerra de conquista, las enfermedades que los diezmaron, el trabajo brutal y extenuante que se materializaba en las encomiendas y los repartimientos, sino que también vivían en un mundo donde ellos no tenían ninguna posibilidad de reconocimiento o ascenso social. No era casual que ellos -a lo largo de los tres siglos de vida de Nueva España- hubieran protagonizado algunas rebeliones a lo largo y ancho del territorio, aunque, las más de las veces, enfrentaron una terrible derrota. La relación entre los indígenas y los españoles también estaba casi rota, sólo hacía falta una pequeña fricción para que quedara expuesta con toda su violencia.

Los esclavos también enfrentaban una situación terrible: sus dueños podían disponer de ellos de la misma manera como lo harían con uno de sus animales. La única diferencia entre una cabeza de ganado y un negro era el precio. Por esto, los esclavos también protagonizaron algunas rebeliones pero, casi siempre, fueron derrotados a sangre y fuego. Ellos no tenían nada que perder -ni siquiera sus vidas les pertenecían- y, quizá por esto, la posibilidad de luchar contra los peninsulares para cobrar una historia de agravios era algo más que deseable.
La situación de la gente de color no era muy diferente: a lo largo de trescientos años habían acumulado un larguísimo memorial de agravios y dolores que tenían un solo causante de piel blanca y origen transatlántico: los peninsulares.

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